Era se una vez una pareja pintoresca, no era la
típica pareja de príncipes, no, no, ni mucho menos. Tampoco
eran los típicos compañeros de trabajo, que se conocían desde el primer día, que va, que va. Eran una pareja, como ya he dicho, pintoresca.
Él era un intrépido pirata con alma de niño, un soñador con cara de pillo que
luchaba sus pequeñas batallas como si el mundo dependiera de ello. Un pirata
con un corazón de oro que se esforzaba en que el mundo en el que vivía se
volviera un mundo mejor. Como un Robin Hood de la mar ayudaba a todos aquellos
que necesitaban un apoyo y era una persona en el que todo buen amigo podía
confiar.
Ella, según cuentan, era una princesa pelirroja, que tenía como mascota un
dragón secuestrado. Despistada por naturaleza, vivía y soñaba por que las
personas de su alrededor fueran lo más felices posible e intentaba con todos
sus esfuerzos hacer mas fácil la vida a los demás. A pesar de su inocencia
desastrosa, otra persona con alma de niña, en la que se podía confiar.
Ambos llevaban unas vidas paralelas, pero gracias al destino, estas vidas
decidieron juntarse. Los primeros encuentros fueron un poco...pintorescos, como ellos, pero poco a poco se
fueron conociendo.
Los días pasaron y sus vidas se iban entre cruzando, las aventuras se sucedían una tras otra hasta que llegó el gran
día. En la ciudad se organizaba un gran torneo por el cumpleaños de los reyes
del reino y todos los habitantes de la citée podrían participar. Prepararon sus
mejores galas y se dirigieron para participar en los juegos.
Durante el día hubo de todo, carreras, ninfas, chocolate,
competiciones por un chupa-chups, lanzamientos de zapatillas y muchas pero
muchas mariposillas de estómago.
Ambos sabían que no era un día normal, horas más
tarde sus vidas se entrelazarían para siempre, se fundirían en uno y nunca más
se separarían. Horas más tarde empezarían a escribir un nuevo cuento, un nuevo
cuento lleno de aventuras, un cuento de un pirata y una princesa.